Gran fiesta tiene el infierno con todas sus calaveras.
Tanto el viejo como el tierno van a dar a las calderas.

29 diciembre 2009

Nineteen Warriors

¡PERDÓN POR ESTO! En teoría, esto tendría que ser una novela, y bastante más extensa y detallada. Esta cosa (porque solo se puede denominar así), que parece escrita por un niño al que le se van ocurriendo las cosas y las va escupiendo sin dar lugar a pausa, es la versión ultra comprimida de ese prototipo de novela que por falta de tiempo y/o ganas no creo que haga jamás. En fin, gracias por la atención y hasta el siguiente, que será dentro de poco para compensar tan mala prosa.

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Entre montañas se pierde, triste aldea, lago de historias normales e importantes para sus protagonistas. Un águila vuela, rodeada de buitres, vagando por el cielo. Observa desde su altura un duro combate de resultado previsto antes de iniciarse. Poco que decir del triste conflicto, esparcida sobre las casas de los campesinos quedó solo la sangre de los inocentes. Una incontenible oleada de bestias infernales, seres negros de forma humana, caminar cuadrúpedo, mandíbulas y garras afiladas como el diamante. Cuando avanzaban, cual mancha de cáncer, se confundían con una nube enfermiza de muerte. Miles de estos seres aplastando impunemente todo lo que osara interponerse en su campo de visión. Su aviso era singular, como una estampida de mamuts, un temblar infernal sacudía el suelo cuando se movían. Desde su salida de las lejanas tierras del sur-oeste no había quedado nada más que cadáveres devorados.

Desafiando la batalla que desconocía se encontraba un peñasco imponente. Pequeña aldea, en lo alto de la montaña, vigilaba con ojos ciegos los eventos que no se esperaban. Solo el hijo de un humilde labrador, valiente campesino, percibió la presencia que alertaba la gran tragedia que se cernía sobre el mundo. Joven pequeño y moreno, agotado y horrorizado, podía distinguirse en sus ojos el temor de ver morir sin remedio todo su mundo. Ahora, solo y desvalido, corrió hacía esta, la aldea más cercana.

Después de dos tragos de cerveza comenzó a explicar, casi sin encontrar palabras pero jamás errando en alguna, el terror que, por miedo e inteligencia, había dejado atrás.
Un ejército de demonios surgidos, según contaba, del mismísimo infierno. Ni el agua bendita ni los crucifijos sirvieron para retrasar el imparable avance, por lo que los clérigos fueron las primeras victimas. Nada había quedado, los cadáveres fueron devorados y las casa tiradas al suelo. Atenuado por su orgullo, un velo de lágrimas trataba de ocultarse. En su corazón se clavó una daga más potente que cualquiera de las armas con las que arrancaron la vida de sus vecinos y parientes. Un alma tocada por el horror, un recuerdo que se convierte en manía y temor.

En la pequeña aldea comenzó, sin remedio, a hervir de sentimientos. Las personas me mayor edad no dudaron en comenzar con la evacuación. Los jóvenes, con gesto extrañado, los miraron como si en la dulce garganta de una niña hubiera surgido un demoníaco grito. Trataron de convencer, vanos argumentos, a las duras cabezas de los ancianos, atados a su propio pavor. Los viejos, al verla cerca, temen a la muerte más que otra persona con menos años a sus espaldas. Sus tristes restos de valor se rompen cuando, por mínima que sea, descubren una amenaza. Los jóvenes no. Ellos decidieron luchar, combatir por la aldea que los había visto nacer. Argumentaban que huir solo retrasaría que esta horda acabara con toda vida. Mejor morir luchando que arrepentirse de no haberlo intentado.

Tristes algunos, apáticos otros, vieron alejarse a los habitantes ancianos, temerosos como monje sin su dios, de la ya dada por perdida aldea. Solo quedaron, de parecida edad, diecinueve aldeanos. Hombres y mujeres, todos valientes. Comenzaron a prepararse para el combate que se cernía tal como una sombra a un reloj de sol. El herrero de la aldea dejó solo las espadas que no pudo transportar y, en consecuencia, las de peor calidad y valor. Los cazadores veteranos no se olvidaron de sus preciados arcos y dagas, dejando solo las armas viejas u obsoletas. Lo más potente que quedó, rápidamente cogidos por dos compañeros de la resistencia, fueron unos prototipos de armas a vapor que lanzaban proyectiles. Espadas de baja calidad, escudos dañados, arcos viejos, dagas oxidadas, varas de madera,… No pudieron disponer de más. Comenzaron a juntar y afilar tarugos de madera con las hachas para crear una pequeña barricada. Juntaron el aceite que las familias habían abandonado en sus casas para disponer de unas pequeñas granadas incendiarias. Encontraron redes y las dispusieron a lo largo de la única entrada. Después de que todo hubiese sido fortificado como pudieron, se colocaron en formación, esperando a que llegaran las tropas infernales, las cuales estaban a unos cuatro mil codos de distancia. Esperaron horas, sin variar su posición, completamente seguros de lo que hacían, desafiando la locura que se cernía sobre su vida.

Las negras bestias inhumanas no podían creer lo que, borrosamente, sus ojos detectaban en lo alto de esa montaña. ¡Victimas! Pero no huían, no se asustaban, no temían, simplemente los esperaban. En el alterado cerebro de las bestias algo les hizo temblar, pero no vacilaron en su ataque.

Los diecinueve valientes vieron como se acercaban lentamente, analizando sus horribles caras mutiladas, a la horda iracunda. Parecían humanos, de hecho, en sus ojos inyectados en sangre, se podía distinguir esa leve chispa de inteligencia que se puede encontrar en los ojos de un animal racional.

Primero, los encargados de las redes las alzaron para tratar de detener la horda. Algunos se engancharon, pero los más inteligentes no tardaron en cortarla con sus garras, dando paso a sus compañeros infernales. Las barricadas de madera duraban exactamente el tiempo que dedicaban las bestias en meter las garras por debajo y voltearlas. Las primeras flechas que lanzaron los tiradores consiguieron, con asombrosa puntería, destrozar el cráneo de varias abominaciones infernales, pocos de muchos, bajas intranscendentes en una oleada de muerte. Contra todo prejuicio, el aceite prendido en fuego hacía que las bestias corrieran y se retorcieran, en vez de atravesar las llamas impasiblemente como suponían los clérigos que ahora estaban junto a su dios. Se revolcaban en el suelo e, incluso, gritaban y lloraban. Definitivamente, esas bestias eran de procedencia humana. Cuando todas las trampas se agotaron, nadie retrocedió. Blandieron las espadas, agitaron los báculos, los prototipos de pistola y arcos comenzaron a disparar y las dagas se incrustaban en la negra piel de los seres infernales. Nada. Tras largos minutos de esfuerzo, habiendo reducido prácticamente a un centenar de enemigos, las defensas de los valientes aldeanos se rompió. Solo pudieron observar como una nube negra los tiraba al suelo, les despedazaba con las garras y los mordían con colmillos abominables.

Algo sobrenatural los rodeó de una cálida luz azulada.
- ¡El cielo! – Se atrevió a decir uno.
- Lamento defraudarte, pero tu muerte aun está lejana. – Respondió una serena voz.
- ¿Quién eres?
- Represento la fuerza que os dio la vida y la que os protege desde vuestra aparición.
- ¿Quiénes son estos seres?
- Nada más que el legado de una civilización anterior a la vuestra. Cuando llegue el momento todas las dudas serán desveladas, mientras tanto os voy a pedir un favor de vital importancia para toda vuestra especie. Debéis acabar con estos enemigos.
- ¡Son demasiados para nosotros!
- Os voy a proporcionar el poder capaz de detenerlos.

Y la luz se comenzó a disipar, dejando ver una nube oscura. Por los huecos entre las garras y los cuerpos se colaba un leve rayo de luz. Seguían vivos. Todos sintieron, como un grito de esperanza, renovadas fuerzas y en las manos el peso de otras armas. Cuando se quitaron a las bestias de encima, con gran facilidad, se dieron cuenta de que todos llevaban armaduras relucientes y armas de ensueño. Los había que, incluso, utilizaban portentosos hechizos.

Con tal poder en sus manos, hicieron retroceder a la macabra marabunta de enemigos, acabando con miles de aquellas viles criaturas, que no llegaban ni a arañar el místico metal que relucía en sus armaduras. Los diecinueve juntos acabaron con un ejército infernal. Cuando cayó el último de ellos, todos se dirigieron hacía donde sus vecinos habían huido, para avisarles de la milagrosa victoria. Por el camino, observaban los regalos que aquel “representante de la fuerza que nos dio la vida” les entregó. Solo cuando hubieron dado las buenas nuevas a sus familias y conciudadanos, la voz del “representante” retumbó en sus cabezas: “Dirigíos al sur-oeste, por mar, allí hallareis la fuente de estos seres infernales”.

Poco tiempo tardaron en despedir a los familiares y vecinos, ahora reencontrados con su aldea natal. A partir de este momento, serían recordados como los Nineteen Warriors hasta la posteridad, pero aun quedaban muchas cosas para que esta leyenda se consolidara. El viaje desde su tierra natal al sur-oeste tardó mucho tiempo en completarse. Varios años por tierra y por mar, masacrando las incontenibles oleadas de muerte, que parecían infinitas. Tras tres años de surcar el globo en busca de la fuente de aquel horror, encontraron una isla que en ningún mapa figuraba. La pequeña formación geológica no tenía más de diez mil codos de diámetro. Estaba completamente infestada por aquellos seres, parecían salir de un agujero en el suelo, recorriendo dentro de la tierra una longitud gigantesca.

Las diecinueve leyendas instalaron un campamento base a la salida del hoyo, habiendo limpiado previamente la isla de las hordas del mal. Los guerreros no se encontraban cansados por el viaje, las armaduras no pesaban, pese a ser duras como la roca. Las armas no se desafilaban por mucho que las utilizaran, todas tenían su brillo especial, duras como el diamante, ni los enemigos ni ninguna materia ofrecían resistencia al feroz paso de esos artefactos que parecían forjados en los cielos. La belleza de las insignias y símbolos que decoraban todo su equipo parecían de una belleza angelical. Las gemas preciosas estaban esparcidas con simetría y armonía por todo el místico metal del que estaban forjadas las herramientas de los diecinueve valientes.

Cuando se hubo hecho el día, los guerreros comenzaron a descender por aquel agujero. Al principio se encontraron con una gran galería, en cuyo lado se hallaba otro túnel que se introducía más aun dentro de la tierra. Parecía estar rodeado de metal, cristal y un material extraño. Bajaron de tres en tres, con cuerdas, lentamente por la angosta entrada subterránea. Nadie se esperaba la de curiosas máquinas que encontraron en el fondo de aquella construcción, había extraños artefactos hechos con el mismo material desconocido que el de la entrada al agujero, desprendían luz algunos, otros chispas. Avanzaron por las grandes galerías destrozando toda la vida infernal que a su paso salía. Encontraron una nueva sala enorme, llena de cilindros de vidrio conteniendo seres parecidos a las bestias con las que estaban arrasando la superficie, sumergidos en un líquido transparente.

Tras avanzar, dejando una estela de bestias negras muertas, encontraron un extraño ser, alto como una montaña, atado con cables a las paredes del extraño recinto. Mediría sobre unos catorce metros de estatura, era de color oscuro. Su piel parecía cubierta por escamas negruzcas y relucientes bajo los aparatos que proyectaban luz. No se movía, tampoco se lo oía respirar, simplemente estaba allí, portando una extraña espada de la misma estatura que él. Fuimos a la sala contigua y allí encontramos nuestro objetivos, una máquina qué generaba los seres que azotaban la superficie. Destrozamos la máquina y los seres dejaron de aparecer, pero cuando nos disponíamos a salir, el ser de la otra habitación nos recibió liberado de las ataduras, dispuesto a combatir. Aquella tendría que ser la madre de todas las bestias con las que se enfrentaron antes. Su poder no podía ser comparado a nada conocido. Los diecinueve juntos fueron doblegados con facilidad pero, habiendo cumplido su objetivo, huyeron dejando al gigante atrás. Sellaron la entrada de la caverna y se dispusieron a devolver el orden al mundo.

Pero el mundo estaba lejos de reconciliar el orden, las criaturas asolaban el mundo. Se contaban por millones y, prácticamente, no quedan ciudades o aldeas. Ante tanto trabajo por delante, el nigromante de los Nineteen Warriors ofreció una solución: juntar sangre de aquellos demonios y carne humana para crear siervos capaces de destrozar aquellos seres. La oferta del nigromante fue rápidamente rechazada pero, haciendo caso omiso a las advertencias de sus compañeros, utilizó su portentosa magia para hacer lo que había dictaminado. Fueron creados unos seres de aspecto humano, piel escamada y una furia incontenible. Bajo el estricto mando del nigromante y el horror de los diecinueve valientes, los nuevos seres aplastaron a los demonios. Pero los diecinueve no vieron con buenos ojos aquella victoria y condenaron al nigromante a la muerte. Él no aceptó el sacrificio y mandó a su nuevo ejército contra a sus compañeros. Los ahora dieciocho guardianes del mundo se aprovecharon de que los engendros del nigromante eran de naturaleza más humana que demoníaca. Les tendieron una trampa. Consiguieron mandarlos a todos a una dimensión paralela. Del nigromante no se volvió a saber.

1 comentario:

  1. No pidas perdon porque para mi de malo no tiene nada.
    Se que no soy nada experta en escritos pero desde mi punto de vista, es fantastico.
    Al leerlo te metes perfectamente en la historia que ademas es interesante. Esta muy bien escrito.
    Y no digas que no conseguiras escribir la novela porque eres un gran escritor y sabes que si quieres puedes.


    PD: haber si escribo yo un poco en el mio estos dias.


    Yo misma

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