Gran fiesta tiene el infierno con todas sus calaveras.
Tanto el viejo como el tierno van a dar a las calderas.

18 diciembre 2008

La última copa de llanto (parte primera)

Bueno, inauguro este articulo que seguro estoy de la polémica que va a causar. Antes que nada, pido a la gente que se considere sensible, que no lo lea. Este artículo, además de una historia entretenida, es un contenedor en el que voy a volcar lo que espero que sea, como el titulo reza, mi última copa de llanto.


Lenta pero irremediablemente, así es como desperté aquella mañana. Entreabrí mis ojos con parsimonia mientras intentaba orientarme en el espacio y el tiempo. Estaba en mi casa, tumbado en la cama de mi habitación. Las sabanas estaban arrugadas a los pies del lecho, normal en verano, un tiempo en el que sobra todo recubrimiento, hasta la piel parece una capa demasiado pesada como para soportarla. Era Julio, el día lo desconozco.

Conseguí afinar ligeramente mis sentidos al tiempo que mi cerebro se ponía en movimiento y comenzaba a procesar los estímulos que llegaban a mi cuerpo.


No vi la luz a través de las rendijas de mi venta: “bien la cerré ayer” pensé, con un gesto de despreocupación. Mi oído captaba sonidos dispersos que parecían ser gritos en la lejanía, pero automáticamente lo asocié a que mis padres estarían viendo alguna película de acción en planta baja de mi casa.


Comencé a poner en orden mis ideas para el día que acababa de nacer para mí. Tenía ganas de quedar con gente. Quizás quedara con ella, una amiga fiable que siempre me mostró su apoyo. A lo mejor iríamos a hablar de sus cosas y mis cosas, como tanto nos gustaba, si no tenía planes previos con sus amigos. A lo mejor podría salir también con él, un amigo que conocía desde mucho tiempo y nos llevábamos bastante bien a pesar de la longevidad de la amistad. Y, en caso de que todo lo anterior fallase, podría ir a pegarme un chapuzón en la piscina de la finca de mi hermana. Sabía que tendría que encargarme de mis sobrinos en ese caso, pero no me importaba.


Después de tan larga divagación decidí por fin levantarme de la cama pero, al subir la persiana y no sentir el golpe de luz matinal en la cara me precipité sobre el móvil para ver la hora. Las doce y cuarto. “Error del móvil” pensé y encendí el ordenador para desmentir tan descabellado dato, pero parecía que todos los relojes del mundo se habían puesto de acuerdo en mostrar una hora equivocada. Salí al pasillo para consultar el despertador de la habitación de mis padres, cual fue mi sorpresa al ver que no estaban en la cama siendo de noche y que, igualmente, el reloj marcaba las doce y cuarto.


Bajé las escaleras con una velocidad insólita, pero lo más insólito fue lo que mis ojos encontraron. Mi madre y mi abuela abrazadas, con lágrimas en la cara, y mi padre sellando ventanas y puertas con planchas metálicas y tablones de madera.


-¿Qué demonios pasa? –Pregunté, ya desconcertado.

-El fin del mundo –Dijo mi padre, con la cara desdibujada por una mueca de terror y impotencia, mueca que jamás había visto en mi padre, que hizo temblar mi alma.

-¿Qué? ¿Me estáis tomando el pelo?

- Hoy no ha amanecido, un meteorito bloquea la luz solar, nos quedan tres días antes de que caiga.

- ¿Me contáis vosotras que es lo que pasa en serio? -Dije, dirigiéndome a las mujeres de la casa.

- El planeta entero está en crisis –dijo mi abuela textualmente, como si le hubiese preguntado a una grabadora- Ha habido suicidios en masa, la gente saquea comercios, los animales, al ver que sus dueños no los sustentan, se han escapado de sus hogares y han formado manadas urbanas, destrozando todo lo que encuentran a su paso para alimentarse.


Me senté en el sofá para no desplomarme en el suelo. No, aquello no era posible. Intenté salir a la calle para comprobarlo con mis propios ojos, pero mi padre se interpuso. Me puse a ayudarle a solapar las entradas de la casa como pude. Entre nervios y llantos se hizo la hora de comer. La comida fue silenciosa, pero un silencio pesado, imposible de soportar, en los que no gritas por no ser considerado loco. No se si por suerte o por desgracia, mi madre explotó en un llanto. Temía por mi hermana. Entonces tomé una decisión.


No pasaban más de diez minutos desde la comida cuando yo ya estaba en la puerta de mi casa, con unos mitones y una espada decorativa que tenían mis padres. Mi semblante era parecido al de un Don Quijote del siglo XXI, delgado y bajo, como yo siempre fui, vestido con unos vaqueros y una chaqueta de pana, en las manos mis mitones y la replica a escala de la espada colada del Cid campeador. Lógicamente mi padre intentó detenerme. “No temo a la muerte” dije y era verdad. Mi vida, desde que tengo uso de razón, fue vacía e insulsa. Ahora dedicaba mi triste estancia en la tierra a ayudar a la gente, así que la opción de arriesgarme era la más acertada para mí, si moría no lo consideraba yo una gran perdida para la humanidad y si conseguía salvar a alguien estaría cumpliendo una de mis máximas. Pero los sentimientos no se rigen por simples palabras y me llevé un severo golpe cuando conseguí liberarme de la garra de mi padre y salí a la calle.


El panorama era terrorífico. Gente muerta por las aceras, jaurías de perros domésticos cazando todo lo que pudieran digerir después, gente con las manos manchadas de sangre en las esquinas de la calle hablando solos, comercios saqueados, coches de policía incendiados y agentes muertos, mujeres y niñas violadas y abandonadas a su suerte en cualquier lugar mientras se desangraba su cuerpo y alma,… . Aun así me obligué a andar y recorrer el trecho que separaba mi casa de la finca de mi hermana.


En el trayecto me tuve que enfrentar a un par de perros que querían darse estupendo festín con mis entrañas, menos mal que vivir toda una vida viendo y jugando a historias violentas me otorgaba un manejo de la espada bastante bueno. Poco me costó llegar a la finca en comparación con lo mucho que me costó entrar.


Los cadáveres se amontonaban en la entrada del edificio, con cristales clavados y huesos fracturados. Bañados en su propia sangre. Permanecían muertos junto a sus niños pequeños que habían resultado un manjar para las crueles bestias, mientras en los padres de las criaturas se dibujaba una cara de horror e impotencia al ver el fruto de sus entrañas y su vida ser devorado por la locura que una roca extraterrestre había producido.

Me asomé, por pura morbosidad, a la piscina. Los cuerpos inertes de los confiados nadadores matutinos flotaban en el agua enrojecida. Los perros salvajes arrastraban los muertos a la orilla de la piscina para alimentar su voraz hambre. Tuve suerte de que estuvieran demasiado entretenidos en alimentarse de carne fresca y puede pasar inadvertido.


Al lado de la piscina había un parque solían frecuentar ambos sobrinos míos, el de mayor edad (cuatro años) y el pequeño (uno y medio). Ahora los niños permanecían colgados de columpios y toboganes por sus propias entrañas. El ataque de aquellas bestias que creímos mejores amigos del hombre era depravadamente sanguinolento. Hice de tripas corazón y pasé el umbral del edificio central.


Decidí, idiota de mí, subir los cuatro pisos hasta la planta de mi familia con el ascensor, pero esa idea pronto abandonó mi melenuda cabellera al abrirse las puertas metálicas del ascensor y ver caer descabezado a uno de los vecinos de mi hermana. Decidí, con un poco más de lógica, usar las escaleras, sorteando cadáveres y acuchillando canes locos, hasta que, sin aliento y manchado de sangre ajena y propia, llegué la puerta que accedía a la propiedad de mi hermana.


La puerta estaba destrozada, lo que me desmoralizó y, aun sabiendo que lo que me encontraría al otro lado no seria agradable, puse mis pies en la casa. No pude más que derramar una lágrima al verla. La casa en la que tanto había reído y vivido con mis sobrinos, hermana y cuñado, ahora permanecía destrozada, saqueada y llena de perros hambrientos que corriendo salieron al ver que mí ira comenzaba a sentirse en el aire. Un perro seguía en el comedor, pero no le preste atención. Saqué las fuerzas que la desilusión me confería y busqué, con esperanza, a ese fragmento de mi familia.


Cayóseme el mundo a los pies cuando vi, arrinconado al final del pasillo, el cuerpo de mi cuñado protegiendo al de mi sobrino mayor. Corrí hacia ellos con lágrimas en los ojos y el estómago revuelto. Comprobé el pulso a ambos, como de uno de esos cursos que el instituto organiza y al que ninguna atención se le presta aprendí. Muertos ambos, mis esperanzas se desvanecían mientras buscaba a mi hermana y a mi sobrino menor. Los encontré en la habitación de matrimonio, ella lo había abrazado con toda su fuerza para defenderlo del ataque de las bestias, pero su fuerza se extinguió junto a su vida y mi sobrino menor yacía con varias extremidades amputadas al lado de mi hermana. Quedé un rato llorando sobre los cuerpos de los seres que compartían mi sangre. Tarde, había llegado tarde. Había fallado a todos.


No se cuanto tiempo permanecí allí maldiciendo mi suerte, lo único que se es que dejé mi llanto a un lado cuando escuche un aullido en el comedor. Me dirigí hacia allí con la espada en ristre. Entonces me di cuenta que era el perro que antes había ignorado el que ahora aullaba. Al verme, comenzó a roer un trozo de carne que tenia entre las garras. Asesté una patada a su perruno cuerpo en un arranque de ira impropio de mí, pero más terrible que mi mezquina violencia fue cuando descubrí que era lo que comía el perro. Tan pequeño y tan tierno, la inocencia se veía reflejada en él. Aquello con lo que el sucio animal se alimentaba no era ni más ni menos que el pequeño pie de mi sobrino menor.


Mi tristeza y mi impotencia se convirtieron rápidamente en un increíble arrebato violencia. Estaba llorando, los ojos me ardían, tenía la boca reseca, mi cerebro estaba vacío salvo por un pensamiento: venganza. La furia de mi alma se volcó en mi mano y lancé tal mandoble con la espada que destrozé la pared de la sala y la mesa del comedor, aparte de decapitar al desdichado perro. Así, cubierto de sangre, grité. Fue un grito inhumano, atronador, pensaba que el demonio había hecho posesión de mis cuerdas vocales a la par que de mi voluntad. Me dirigí lentamente al pasillo y comencé a meter los cuerpos desvitalizados de mis familiares en la cama de matrimonio. Así habían vivido, así morirían, unidos como siempre estuvieron, antes en vida, ahora en muerte. Cuado acabé de ponerlos a todos en la cama, sellé la habitación como buenamente pude.


Bajé las escaleras corriendo, entre llantos y locura. Al salir del edificio vi, con un terror al que me acababa de acostumbrar, la jauría de perros salvajes que había asediado la finca devorando uno de los cadáveres de los niños que permanecían en los columpios del parque. No pude contenerme, la furia era terrible, el ansia de venganza tapaba mis sentidos y mi razón, comencé a matar, uno por uno, a todos los canes que habían hecho de un lugar feliz, un diabólico comedor. “Me quema el aire cuando intento respirar”, repetía constantemente mi cerebro, aunque los sentimientos eran esta vez más potentes que la razón. Los perros mordían y arañaban, haciéndome terribles heridas, pero el dolor físico era una estupidez en comparación con un alma rota y unos esquemas destrozamos. Cuando hube terminado mi macabra obra, me dirigí lentamente hacia casa, llorando, pero sin dejar de asesinar a todo ser que osara ponerse en mi camino.


Cuando llegué a casa, la noticia, aunque supuesta, calló como una bomba, sobre todo en mi madre, la cual jamás ha vuelto a ser igual desde aquel día. Mi padre, que estaba clavando una plancha metálica a la ventana, intentaba disimular su profundo dolor, pero acabó explotando en un llanto mientras arrojó el martillo contra la pared haciendo un boquete considerable. Yo por mi parte me encerré en la habitación sin merendar y sin cenar, con la esperanza de no salir de allí hasta que el meteorito me aplastase.


Intenté como pude conciliar el sueño en aquella terrible noche, pero parecía misión imposible, no podía olvidar la terrible imagen del perro devorando el pequeño y precioso pie de mi sobrino. Cuando, entre pesadillas, concilié un ligero sueño, el móvil vibró a mi lado. Era un mensaje de él, mi amigo:


“No puedo creerme lo que está pasando, nunca pensé que tendríamos que ver acabar el mundo con dieciséis años, pero mejor esto que tener que ver morir a nuestros hijos. No te preocupes por mí, estoy atrincherado en mi casa, defendiendo a mi madre y mi hermana como puedo. Tranquilo, sabes que resistiré hasta el fin. Pero me preocupa ella. Ayer me contó que su padre estaba de viaje y que estaba sola en su casa con su madre. Me temo lo peor. Animo, creo que este no es nuestro fin.”


Un nuevo objetivo se dibujó en mi mente. Mi mano se dirigió instintivamente a la espada que ahora reposaba al lado de mi cama y empuñe aquel metal, que tantas vidas había segado, como si fuera una parte de mí y, en cierto modo, sabia que lo era.


Dedicado a mi hermana, que se fue de mi casa y, junto a mi cuñado, formó un hogar y a mis dos sobrinos, que con el paso del tiempo se convertirán en el orgullo de mis ojos y en el futuro de mi especie.

1 comentario:

  1. Impresionante es Impresionante!
    Escribes genial enserio me ha encantado.
    Gracias por haberlo posteado esta noche =) estaba deseando leerlo.
    Mañana hablamos.
    Y Ya te dejare otro comentario que ahora no puedo escribir mas.
    Besos

    Yo misma

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